BRANCATO, Chris. Narcos. Estados Unidos: Netflix, 2014.

NarcosEn ocasiones un personaje es más grande que la historia en la que se encuentra. Su personalidad se dibuja a partir de varias aristas integradas en la narrativa que, a su vez, se sospechan más extensas de lo que les permite la forma. Como si el propio medio que le da vida a esta persona nos presentara sólo una fracción del personaje, sólo un pincelazo de una pintura más grande; una representación de algo que no hemos visto y, sin embargo, conocemos. Ejemplos en la literatura existen muchos: Don Quijote, el capitán Ahab o Sherlock Holmes, personajes que se distinguen por su carácter, ideas o habilidades únicas, pero que al mismo tiempo nos permiten reconocemos en ellos. Nos vemos en sus motivaciones, sus dilemas, su humanidad, y, no obstante, son únicos e irrepetibles, completamente alejados de lo que vivimos en nuestro día a día, imposibles de encontrar en los lugares que frecuentamos, en el tiempo en que vivimos. La ficción los vuelve tangibles y en ellos reconocemos partes de nosotros; sin embargo, su composición se limita a las líneas que los evocan y delimitan, al medio que les da forma. La memoria colectiva que los preserva, entonces, se vuelve parte del proceso creativo de ese arte, de la invención de un personaje, donde, cada vez que se evoca su recuerdo, éste nunca permanece estático o inmóvil. La cultura conserva, recuenta y re imagina estas historias para reflejar parte de ella a través de dichas personas de ficción. En el rastro que ellos dejan en nuestra propia historia, también podemos entender quiénes somos y quiénes hemos sido.

          La historia tampoco se encuentra exenta de estos personajes, quienes también, parece, rebasaron los límites de los eventos que dieron forma a sus vidas y que, de una u otra manera, alcanzan a las nuestras. Las culturas conservan dentro de sus capítulos a figuras que se vuelven representativas de un período, pero más que otra cosa, se vuelven la personificación de un tiempo, el cuerpo de una época. Así, el nombre de Simón Bolívar evoca la época de la liberación sudamericana o mencionar a Gabriel García Márquez trae a la mente el movimiento literario del “boom” en América. De la misma manera, la figura de Pablo Escobar está ligada, en la memoria social, a un sangriento capítulo de la historia de Colombia. El impacto que tuvo para la cultura latinoamericana —y a nivel internacional—marcó un antes y después en nuestra manera de entender al mundo y los alcances de nuestra propia sociedad. Contar la historia de vida de alguien así siempre implica un riesgo y, a la vez, un proceso de autoconocimiento. Una obra sobre la vida de Escobar significa siempre elegir una perspectiva e intentar ser coherente con ella, y admitir que, dentro de nosotros y de nuestras propias comunidades, siempre hay algo que ignoramos y que nunca entenderemos al enfrentarnos a eventos marcados por tanta violencia y terror.

          La serie Narcos intenta dar forma a este capítulo sangriento del continente americano, sumándose a la lista de adaptaciones cinematográficas y televisivas que han contado la vida de “El Patrón”. Pero, como toda narrativa sobre el narcotráfico en América, es difícil lograr una perspectiva objetiva que tome en consideración todas las variables involucradas en dichos sucesos. Si bien, esta producción original de Netflix intenta establecer una estructura diegética intrincada y consciente con referencias al realismo mágico en Colombia y archivos fílmicos y fotográficos de los acontecimientos que nos presenta, es difícil entender ciertas decisiones creativas que componen la serie. Aunque el registro histórico intercalado con escenas del programa atrapa la atención y la conciencia del espectador, y lo obliga a incorporar su realidad a la mostrada en pantalla, la focalización de la narrativa falla en acentuar y en lograr de manera exitosa este efecto. El período que cubre la primera temporada del programa nunca se establece de forma clara y parece dar saltos caprichosos hacia atrás y adelante en el tiempo, para asegurar que la historia sea dinámica y siempre en suspenso. Sin embargo, tanto el desarrollo de la primera temporada como los recursos temáticos que establece resultan flojos y en ocasiones desorientan la historia que se retrata en pantalla, pues la concatenación de una escena con las referencias que se mencionan o con la narración misma no resulta clara.

          Pero esta pobre planeación de la historia no llega a afectar a Narcos a largo plazo, pues sus personajes e interpretaciones la vuelven memorable. Si la historia tambalea al intentar establecer un argumento que se siga capítulo con capítulo, la presentación de los personajes y su desarrollo vuelven a esta serie algo disfrutable. La actuación de Wagner Moura como Escobar se queda con el espectador porque nos muestra a un hombre tan increíblemente cruel como errático, en busca del respeto de otros, y de su propia identidad en el espacio donde vive, donde mata, trafica, y eventualmente muere. Al ver este tipo de interpretaciones somos testigos de lo que la historia como disciplina no puede contar en ocasiones, lo cual vuelve a la ficción un registro histórico ambicioso y preciso, pues nos revela que, en los momentos más básicos y cruciales de nuestra especie, las motivaciones siempre han sido las mismas: miedo, venganza, amor, orgullo, soberbia, etcétera. Resaltar estos aspectos que nos definen como individuos pero que compartimos con una de las figuras más brutales y malvadas de nuestra historia es lo que hace a Narcos una narrativa satisfactoria a pesar de sus errores. Con dos temporadas ya al aire, y un refinamiento narrativo que parece prestar cada vez más atención a los aspectos no tan claros y perezosos de su composición, Narcos promete desentrañar los perfiles de estos narcotraficantes hechos personajes que representan parte considerable de nuestra sociedad y cultura, de nuestras propias capacidades y complejidades.

Flavio Juárez Mendoza